viernes, 4 de julio de 2008

Fragmentos de Tengo Miedo Torero

FRAGMENTOS DE LA NOVELA "TENGO MIEDO TORERO" del chileno Pedro Lemebel

...Me para en Las Petunias, le dijo al chofer, que le dio una mirada sarcástica mientras hundía el freno. Una alta reja de contención cerraba la calle, y en un costado, en una caseta de vigilancia un milico con traje de camuflaje le cerró el paso apuntando con una metralleta. Dónde va, le gritó mirando el paquete que la loca apretaba en sus manos. Vengo a dejar un trabajo donde la señora Catita que vive aquí al lado, es la señora del general Ortúzar que me está esperando. Llame y pregunte. Espérese aquí, le contestó el hombre armado mientras entraba a la cabina para hablar por teléfono. Cuando volvió, tenía otra expresión más cordial. Adelante, puede pasar, le sugirió abriéndole el portón de acero. Muy amable joven, le cantó ella mientras se fijaba en las manos oscuras y potentes que apretaban el arma. Está bueno el conscripto, pensó, y por esos dedos largos debe tener un guanaco que me duele de solo imaginarlo.
Al tocar el timbre de la enorme casona una voz le gritó: pase, está abierto. Era la empleada de doña Catita, la gorda y simpática sirvienta que desde el jardín la invitaba a pasar por la puerta de la cocina. La señora está ocupada con unas amigas, dice que pase y espere un ratito. ¿Quiere tomarse un tecito o una bebida? No se moleste, yo la espero aquí, le contestó la mujer, que sonriendo lo dejó solo en la enorme cocina, tan reluciente con sus azulejos amarillos, tan brillante en la hilera de copas azules y porcelanas que chispeaban en los estantes. Cómo le gustaría tener una cocina así, tan fresquita con esas cortinas almidonadas que mecía el aire hospitalario de ese lugar. Porque la verdad, con tanta baldosa y esa hilera de cuchillos plateados que colgaban de la pared, esta huvá parece clínica de lujo, se dijo, dando vueltas por el espacioso recinto, que ni siquiera olía a comida. Debe ser porque los ricos comen como pájaros, apenas un petibuché, una cagadita de margarina diet en una cáscara de pan sintético. Era lo único que le habían ofrecido en esa mansión donde choreaba la plata. Ahí mismo en la cocina, cada vez que venía a dejar un trabajo, después de viajar una hora en micro, cagada de hambre, lo único que le servían era un agua de té y unas migajas de pan con un aparataje de cubiertos y sacarinas. Nada más. ¿Será que esta gente nunca ocupa el comedor? Porque deben tener un comedor con esta casa tan grande, se dijo asomándose por una puerta, que al abrirla, le pegó una bocanada de fieltro húmedo con olor a museo. En la penumbra de la pieza brilló como un lago oscuro, la cubierta negro ébano de una gran
Mesa de comedor. A tientas palpó en el muro el interruptor, y al pulsarlo, relampagueó en una araña de cristales que lo tuvo un momento encandilado por su fulgor. Pesadas cortinas granate tapiaban el ventanal, y la doble hilera de mullidos sillones tapizados felpa color musgo, semejaban una cena muerta de comensales fantasmas. ¡Ay, qué tétrico! Parece la mesa de Drácula. Es mucho más larga que la medida que me dio la señora Catita para que le hiciera el mantel. Hay que probarlo no más. En todo caso, con el lino color champaña se va a alegrar un poco este siniestro ataúd. Así, con mucho cuidado, sacó de la bolsa plástica el mantel y lo desplegó como una vela de barco sobre el flamante mesón. Una claridad áurea encendió la sala al tiempo que la loca alisaba los pliegues y repartía por las orillas el bordado jardín de angelitos y pajarillos que revoloteaban en el género. Quién lo iba a pensar, quedó justo, como hecho a la medida, pensó, retirándose hacia un rincón para alabar su obra. Y allí se quedó embobada imaginando la cena de gala que el once de setiembre se efectuaría en ese altar. Con su florida imaginación, repartió la vajilla de plata en los puestos de cada general, puso las copas rojas a la derecha, las azules a la izquierda. No, mejor al revés, dejando la de cristal traslúcido al centro, porque habrá muchos brindis, con champaña, vino blanco y también vino tinto para acompañar la carne, porque a los hombres les gusta a medio asar, casi cruda, cosa que al enterrarle el chuchillo la tajada se abra como una herida. Lo podría ver, podía sentir las risas de esos hombres con uniformes llenos de piochas y galones dorados rodeando la mesa. Primero los vio graves y ceremoniosos antes de la cena escuchando los discursos. Y lego, al primer, segundo y tercer trago, los veía desabotonándose el cuello de la guerrera relajados, palmoteándose las espaldas con los salud por la patria, los salud por la guerra, los salud por el once de setiembre porque habían matado a tanto marxista. A tantos jóvenes como su inocente Carlos que entonces debe haber sido un niño cunado ocurrió el golpe militar. En su cabeza de loca enamorada el chocar de las copas se transformó en estruendo de vidrios rotos y licor sangrado que corría por la botamangas de los alegres generales. El vino rojo salpicaba el mantel, el vino lacre rezumaba en manchas de coágulos donde se ahogaban sus pajaritos, donde inútilmente aleteaban sus querubines como insectos de hilo encharcados en ese espeso festín. Muy de lejos trompeteaba un himno marcial las galas de su música que, altanero, se oía acompasado por las carcajadas de los generales babeantes mordiendo la carne jugosa, mascando fieros el costillar graso, sanguinolento, que goteaba sus dientes y entinaba sus bigotes bien recortados. Estaban ebrios, eufóricos, no sólo de alcohol, más bien de orgullo, de un soberbio orgullo que vomitaban en sus palabrotas de odio. En su ordinaria flatulencia de soltarse el cinturón para engullir las sobras. Para hartarse de ellos mismos en el chupeteo de huesos descarnados y vísceras frescas, maquillando sus labios como payasos macabros. Ese juego de cadáver pintaba sus bocas, coloreaba sus risas mariconas con el rouge de la sangre que se limpiaban en la carpeta. A sus ojos de loca sentimental, el blanco mantel bordado de amor lo habían convertido en un estropicio de babas y asesinatos. A sus ojos de loca hilandera, el albo lienzo era la sábana violácea de un crimen, la mortaja empapada de patria donde naufragaban sus pájaros y angelitos. El cavernoso gong de un reloj mural la volvió en sí, con una asquerosa náusea en la boca del estómago y el deseo pavoroso de huir de allí, de recoger el mantel de un tirón, doblarlo rápido y salir disparada cruzando la cocina, al jardín, hasta la puerta de la calle. Sólo ahí pudo respirar, más bien tragarse un gran sorbo de aire que le diera fuerzas para llegar hasta la reja donde el milico de guardia le preguntó amable: ¿qué le pasa? ¿se siente mal?. Está pálido. Y ella sin mirarlo, le contestó: No se preocupe, es un bochorno de la edad, uno ya no está tan joven. Y caminó patuleca por la calle queriendo doblar pronto la esquina para desaparecer de esa mirada impertinente.
Después de varias cuadras, recién pudo preguntarse: ¿por qué había actuado así? ¿por qué le bajó ese soponcio de loca que tal vez la había hecho perder a su mejor clienta? A la señora Catita, que se iba a poner furiosa con él por no haberle entregado el mantel. ¡Bah!, vieja de mierda. ¿Qué se cree que una la va a esperar toda la tarde porque ella está atendiendo a sus amigas milicas? ¿Qué se cree que una es china de ella? Todo porque tiene plata y es una mujer de un general. Uno también tiene su dignidad, y como dice Carlos: Todos los seres humanos somos iguales y merecemos respeto. Y apretando el paquete del mantel bajo el brazo, sintió nuevamente y por segunda vez en ese día una oleada de dignidad que la hacía levantar la cabeza, y mirarlo todo al mismo nivel de sus murciélagos ojos.



... Las colecciones completas de guerreros Persas, de soldados romanos, la caballería del Custer, Alejandro Magno y sus legiones enanas moldeadas de plomo, perfectamente en línea. Era el zoológico de guerra que había rodeado sus años de infancia, coleccionado en esos juguetes, el fantasma lúdico de una matanza. Los recorrió, pasando revista a las diminutas tropas con sus ojillos de niño lince, y trató de recordar qué colección le faltaba para pedirla de regalo en su próximo cumpleaños. Nada más, ni torta, ni sorpresas, ni fiesta. Nada de eso. Le tomó odio al chocolate, los globos, las serpentinas y gorritos, desde que su mamá se le ocurrió celebrarle su día con una gran fiesta. Un cumpleaños grandioso, la fecha en que Augustito cumplía diez años. Y en realidad, ella estaba tan entusiasmada que mandó a pintar la casa, hizo imprimir tarjetas de invitación con la foto de Augustito y lo obligó a repartírselas a todos sus compañeros de curso. ¿ A todos?, preguntó el niño con altanero desdén. A todos, ratificó la madre mirándolo con firmeza, porque no creo que tan chico ya tengas enemigos. Todos son mis enemigos, rezongó Augustito con soberbia. Ya, no sea rencoroso, las peleas de niños se olvidan jugando. Así, uno a uno, sus compañeritos recibieron la invitación, y fueron más de cuarenta veces que dijo, te invito a mi fiesta, reiterando la estrofa de una odiada canción. Nadie almorzó tranquilo en su casa esa tarde, la empleada y su mamá corrían acomodando los queques de naranja, las tartas de vainilla, la gran torta de lúcuma que instalaron en el centro de la mesa con las diez velitas. A las cuatro de la tarde, lo metieron en una tina de baño, y con una esponja de mar le rasparon el negro piñén que acumulaba en sus patas y orejas de niños sucio. Lo dejaron colorado de tanto fregón, de tanto talco y perfumes fragantes que friccionaron su espalda. A las cinco ya estaba listo, rubicundo y bien peinado con su copete a la gomina, impecablemente vestido, en los algodones tiesos de su blanco traje de marinero. Qué lindo se ve mijito, lo acosaba su mamá pellizcándole los cachetes guindas de su cara mofleta. Augustito, sentado en la cabecera de la mesa, ni pestañeaba mirando la puerta de la calle donde vería desfilar uno a uno a sus detestables compañeros. Y estaba feliz esperando que llegaran y se posaran como moscas en su apetitoso pastel. Augustito no cabía de gusto, imaginando sus bocas engullendo la torta, preguntando qué sabor tan raro, qué gusto tan raro, ¿son pasas?, ¿son nueces?, ¿son confites molidos?. No, tontos, son moscas y cucarachas, les diría con una risa macabra. Todo tipo de insectos que los había despedazado, echándolos a escondidas a la bella torta. Entonces vendría la estampida, arcadas, escupos y vómitos que arruinarían el mantel. Viste mamá, que no tenía que invitarlos, le diría a su madre que a escobazos los expulsaría del salón. A las seis, las tripas le gruñeron pidiéndole algo, y él las calmó picoteando galletas y golosinas. ¿Todavía no había llegado nadie?, preguntó la empleada desde la cocina con la leche hirviendo. No hay que preocuparse, para estas cosas los niños siempre se retrasan, interrumpió la madre, sentándose a su lado para alisarle su gran jopo de mojón. ¿Quieres un poco de chocolate con leche mientras esperamos? No quiso, porque los arrebatos del ocaso nublaron de lagañas ocres el telón del cielo, y permaneció inmóvil como la estatua de un pequeño almirante de yeso en espera de un desembarco. A las siete, tuvieron que prender las luces del salón para que al niños sentado no se lo tragara la sombra. EL chocolate se había quemado tres veces de tanto recalentarlo, y los merengues comenzaban a derretirse en gotas espesas sobre el albo mantel. A las ocho, el timbre no había sonado ni una vez, y Augustito estaba mudo cuando entró su madre, que secándose la mirada vidriosa, quiso hacerlo todo de nada, alterando la voz con una risita optimista, llamando a la empleada para que prendiera las velas, ordenándole que sirviera de todo para los tres como si no faltara nadie. Su madre, que trataba de levantarle el ánimo, cuando entre las dos mujeres entonaron un desabrido Cumpleaños feliz. Tienes que pedir un deseo antes de soplar, lo interrumpió ella poniéndole un dedo en sus tercos labios. Entonces Augustito ensombreció el azul intenso de sus ojillos para mirar uno a uno los puestos vacíos que rodeaban la mesa. Y un silencio fúnebre selló el deseo fatídico de ese momento. Y cuando sopló y sopló y sopló, la porfía de las llamas se negaban a extinguirse, como si trataran de contradecir la oscura premonición. Bueno, y como no hay mal que por bien no venga, cantó su mamá, mi niño podrá comerse toda la torta que quiera, porque a nosotras con la nana nos mataría la diabetes. Y ante los desorbitados ojos de Augustito, el gran cuchillos de cocina rebanó el bizcocho con un gran trozo que le impusieron frente a su cara. Y no me digas que no quieres, lo amenazó su madre, dulcificando su gesto al ofrecerle en la boca una cucharada del insectario manjar. Ya pues mi niño, abra la boca. A ver, una cucharada por mí, una cucharada por la nana, y una cucharada por cada año que cumples. Y augustito, conteniendo la nausea, tragó y tragó sintiendo en su garganta el raspe espinudo de las patas de arañas, moscas y cucarachas que alineaban la tesura lúcuma del pastel.



...La comitiva venía de regreso, después de largo fin de semana en que el Dictador y su mujer oxigenaron sus pensamientos en el oasis cordillereano del Cajón del Maipo. Como él lo supuso, ella no había parado de chicharrear de la mañana a la noche, en que caía rendida durmiéndose pesadamente bajo el antifaz de avión que trajo del viaje a Sudáfrica. Pero en la mitad del sueño, cuando él se disponía a cerrar los ojos, ella sonámbula seguía en su charla molestosa.
Soñaba que venía en el avión, regresando de esa fallida visita a Sudáfrica. ¿Viste? Yo te dije, te lo advertí mil veces que aseguraras bien si nos iban a recibir esos cholos mal educados. Pero no, tú déle y déle conque ellos estaban de acuerdo con tu gobierno, porque era uno de los pocos países que te admiraban por haber derrotada al marxismo. Fíjate tú, por hacerte caso, mira tú qué bochorno, qué plancha, qué vergüenza Dios mío llegar allá y tener que devolverse al tiro, sin siquiera bajar del avión. En mi vida me había sentido tan mal, tan humillada por esos negros mugrientos y todo por tu culpa viejo porfiado. Gonza me lo dijo, me lo advirtió tanto que no debía ir. El calor es terrible me dijo, y tanta humedad y tanto negro resentido, y tanta revuelta. Mejor quédese aquí. Gonza me vio el I Ching y ahí salía. No te digo. “No cruzar el agua, permanecer quieto”, decía ese libro sabio. Pero tú nunca me haces caso, tú siempre tan incrédulo, tu siempre desconfiando de Gonza que es tan buen chiquillo. Tan amoroso, que me prestó su caftán de seda pura, y me llenó las maletas de ropa fresca y sombreros de safari y repelentes. Para que no la piquen los mosquitos, que sacan el pedazo en esas selvas, me advirtió. Y me regaló docenas de guantes para que le de la mano a la Reina Isabel, porque allá hay tanta sarna y esos negros siempre tienen las manos sudadas. Y sáquese muchas fotos de blanco, solamente de blanco. Como la Marlene Dietrich en esa película. ¿Te acuerdas? Esa que se perdía en la jungla con un joven buscador de diamantes. Además me dio todos los datos para reconocer las piedras auténticas, para que no me hicieran lesa, porque hay tanta imitación señora, tanto engaño que deslumbra y es sólo vidrio. Cómprese un collar, no, mejor una tiara, para recibir al Papa cuando venga, y la verá como a la Grace de Mónaco. Y para ti, me recomendó un alfiler de corbata y unos gemelos discretos, apenas unos brillantitos en los puños de una camisa negra. Porque no vas a ir de uniforme a la ópera, me imagino. Aunque eres tan porfiado, tan cabeza dura. Tan insoportable que cuando se te mete algo en el mate siempre sales con la tuya. Ya vez lo que conseguiste, todo el mundo va a saber que nos hicieron ese desaire. Me imagino esa radio Cooperativa, cómo se va a reír contando ese mal rato. Porque si al menos nos hubieran hecho pasar al hall del aeropuerto, siquiera una disculpa, una noche por lo menos en ciudad del Cabo para ponerme la túnica persa y pasar por turista, y poder comprar un engañito, una cosa poca, un par de colmillos de elefante para la sala, una piel de tigre para que te caliente las patas en el escritorio, cuando te aprendes los discursos que te hacen los secretarios, en esa pieza tan helada, tan llena de fierros y sables y pistolas, y cachurreos militares que tú cuidas como si fueran flores. Si al menos nos hubieran hecho llegar unos regalos con su edecán, ese africano roto. Y tú mandándole armas, apoyándolo con tus ideas para doblegar a los negros revoltosos. Tú, tan tonto, auspiciando intercambios culturales de puras mugres que traían de Sudáfrica. Porque si al menos ellos tuvieran una Gloria Simonetti, un Antonio Zabaleta, un Gonzalo Cienfuegos en pintura, unos Huasos Quincheros, te creo. Lo único son los diamantes, que a ellos no les sirven porque no los lucen. Imagínate una chola con aros de Cartier en esos peladeros sin alma. Porque dejándose de cosas, es harto feo ese país por lo poco que pude ver desde el avión. Puro barro, pura tierra y vapor, puro bichos y animales y tanto negro chico inflado de hambre. Pero, aún así, habríamos soportado con dignidad esa pobreza, porque los chilenos somos educados y nuca le haríamos eso a una visita ilustre. ¿Dejarla con los crespos hechos, ahí parada como idiota en ese aeropuerto? Sudando la gota gorda empapados de calor, y ni siquiera nos ofrecieron un refresco, ni una agüita. Y yo desmayándome de sed, afiebrada como camello. Y tú: espérate mujer que tienen que llegar las autoridades a recibirnos, tiene que haber problemas de protocolo, estarán preparando la suite presidencial. Cálmate mujer, no te desesperes que ya va a llegar la limusina, tienen que estar embanderando las calles porque llegamos un poco antes y no avisamos con tiempo. Tú sabes cómo son estos países salvajes. Pídele a la azafata una bebida, tranquilízate y trate de entender. Sí, una bebida, una bebida, sabes cómo engorda. Tú todo lo arreglas con una bebida y con tu famoso: trata de entender. ¿Viste que no había nada que entender? ¿Viste que si me dices eso me pones como tonta, cuando yo siempre tengo la razón? Gonzalo lo sabía, por qué no le hice caso. Imagínate dos días metidos en un avión, con este ruido infernal en la cabeza. Me parece que toda la vida vamos a seguir volando, sin que nadie en el mundo nos quiera recibir. Me siento como esos marxistas rotosos que tú exiliaste después del 11, dando vueltas y vueltas a la tierra sin que nadie nos ofrezca asilo. Porque ya nadie te quiere, porque ya no son los puros comunistas, como tú decías. Ahora son tus propios amigos, y estoy segura que si Franco viviera, tampoco nos hubiera recibido.



...Cada vez que Carlos se perdía, un abismo insondable quebraba ese paisaje, volviendo a pensarlo tan joven y ella vieja, tan hermoso y ella tan despelucada por los años. Ese hombrecito tan sutilmente masculino, y ella enferma de colipata, tan marilaucha que hasta el aire que la circundaba olía a fermento mariposón. ¿Y qué le iba a hacer?, si la tenía moribunda como un papel de seda marchito por la humedad de su aliento. ¿Y qué le iba a hacer?, si en su vida siempre alumbró lo prohibido, en el retangueo amordazado de imposibles.

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